Tuesday, April 5, 2011

Los últimos jerónimos

En Yuste, donde hunde sus profundas raíces culturales el proyecto europeísta, nuevos hallazgos carolinos destierran mitos y leyendas, y los últimos jerónimos dan fe de la luz de Dios que venció a nuestro último emperador
01.03.08 -

Los últimos jerónimos
El abad de Yuste, Fray Francisco de Andrés, y los monjes más jóvenes: Timoteo, José y Daniel, tres kenianos que tratan de adaptarse a la vida contemplativa del cenobio.
Hablando con Fray Francisco de Andrés se ve a Dios. Nada del otro mundo en un lugar donde hasta los asuntos domésticos más banales se revisten de la misma materia de la que están hechos los milagros: el monje que plancha prodigiosamente para los otros nueve jerónimos que quedan en Yuste -los últimos en España junto a la decena que habita el monasterio segoviano de El Parral- es ciego. Sin trampa ni cartón, acostumbrados como estamos a los efectos especiales, una se queda de piedra descubriendo que la rara fuerza que inunda la que fue última morada del todopoderoso emperador Carlos V no es sino la que emana del propósito de estos hombres sencillos de llegar a unirse con Dios «olvidando todo lo del suelo y cuanto no es eterno». Porque la suya es una ocupación de ángeles: vivir dando culto al Altísimo, siguiendo una dieta de contemplación, soledad, silencio, penitencia, humildad y sagrada escritura. Y trabajando tanto («comerás del sudor de tu frente») que las manos del abad más recuerdan a las de un currante recién salido del tajo que a las que le imaginamos a un serafín.

Hemos llegado temprano a Yuste y por la carretera que cruza el Tiétar hacia las lomas de la Sierra de Tormantos, en las estribaciones extremeñas de Gredos, la Vera es una explosión de verde y agua que en sus gargantas se desboca cristalina. Intramuros, le dicen «el paraíso», y tampoco exageran en esto. Allí, el profundo silencio, sólo roto por el motor del coche y el canto de los pájaros, es un eco cuando atravesamos el cementerio militar alemán, donde están enterrados 180 soldados de la primera y segunda guerras mundiales, y para los que no podía haber mayor honor que reposar para siempre junto a la que fue la última morada de su emperador. Luego, tras cruzar el umbral hacia el claustro gótico del edificio, el edén no se interrumpe, y Fray Francisco de Andrés, que ha estado reparando una custodia del siglo XVI, se hace esperar mientras se cambia el mono de trabajo por las vestiduras blancas y marrones de los jerónimos.

Sabemos que antes ha acudido a la liturgia de la seis de la mañana, y a las ocho y media al oficio de lecturas, oración, laudes, misa y acción de gracias. Y que tras el desayuno, a tercia (una hora menor, como sexta y nona -laudes y vísperas son horas mayores-) se ha volcado en el trabajo. Luego, a las dos menos cuarto, rezará sexta, y vendrá el almuerzo, fregar cacharros, opción de siesta antes de nona, lectura, oración y estudio, más trabajo hasta las siete, rosario, oración y vísperas. A las nueve ya habrá cenado. Ora et labora. Y hoy confiesa a D7 que, todavía mucho antes de que cantara el gallo, a eso de las tres de la mañana, el prior de Yuste ha llorado ante el Sagrario. Su «desaguadero», como decía de Dios Santa Santa Teresa de Jesús, donde se confía, donde desahoga «esta responsabilidad tan grande que ni imagina -y que como consejero le han conferido desde las más altas cimas de la Iglesia-, y donde trato de encontrar consuelo a la vista de cómo va el mundo y cómo sufre la gente, donde el corazón se descarga atenazado por secretos secretísimos, y donde siento la necesidad de una Iglesia que requiere que demos más testimonio, que seamos más transparencia viva del don que Dios nos hace».

Hemos llegado a la presencia del abad, desde hace 41 años monje jerónimo -dejó a su novia para ingresar a los 22 años-, con el horizonte de la revisión histórica a raíz de los nuevos hallazgos carolinos en Yuste y de las conmemoraciones redondas -el cenobio acaba de ser reconocido como Patrimonio Europeo por su aureola carolina, y ha empezado la cuenta atrás para que en 2008 se celebren los 600 años de la constitución aquí de la primera orden religiosa, 450 años de la muerte de Carlos V y 50 de la vuelta de los jerónimos al monasterio tras casi 150 de ausencia-. Y también hemos traído los interrogantes de una anemia de vocaciones que amenaza de muerte a las órdenes monásticas -y no monásticas-, lo que no ha impedido que algunas instituciones religiosas se permitan el lujo de rechazar, por presuntamente mendaces, las profesiones de inmigrantes venidos de muy lejos a los que se presupone que más que a la búsqueda de la salvación del alma en Dios, pretenden la salvación del pellejo en España. Pero eso el prior, que incluso mucho antes de atendernos y siquiera de llorar, rezar y trabajar ha lavado, mimado y alimentado al padre Jesús, el monje mayor, de 85 años, enfermo de Alzheimer, -«¿qué enfermedad tan dura, Dios mío, que cruz tan grande para el enfermo y su familia!»- ni se lo plantea: de los diez monjes de Yuste, tres son kenianos, con estudios de filosofía y teología. Porque a Fray Francisco de Andrés lo que le trae de cabeza es todo ese papeleo administrativo que su residencia en España requiere y «que parece -lamenta el monje- que no se vaya a terminar nunca. Pero son chicos buenos que muestran interés. Uno de ellos trabaja en la imprenta. Y los otros en los talleres, amén de estudiar. Saben a lo que han venido y se esfuerzan mucho; otra cosa es que provengan de una cultura diferente que hace imposible la integración total, entendida porque lleguemos a ser una misma cosa cuando procedemos de culturas diversas. Ni mejores ni peores, simplemente distintos. Son así y así los aceptamos».

África intramuros

Y así observamos que cuando los monjes pasan por el claustro después de misa, camino del refectorio, a eso de las dos de la tarde, y, con permiso, violamos la sagrada clausura de estos hombres de oración, contra el saludo casi imperceptible de los viejos monjes, el africano Timoteo, que es el más joven -28 años-, levanta la cabeza, nos mira con una sonrisa amplia y nos agasaja con un movimiento de brazo rítmico y eficaz que hace imposible no corresponder a la efusividad del gesto.

Hemos llegado a Yuste y hemos contado diez monjes -el prior, Fray Alfonso Reyes, Fray Antonio de Lugo, Fray Rafael de Guadalcanal, Fray Jesús García, Fray Julián de Aldeanueva, Fray Alfonso Reyes, Fray Daniel Mayoge, Fray Timoteo Maina, Fray José Duniva, Fray Carlos Pareja-, amén de Juan Linea, el cocinero y padre separado que vive como un hijo más del abad -el padre protector de los hermanos de Yuste-, un número escaso que antaño acomplejó a Fray Francisco de Andrés, y que incluso llegó a tratar con benedictinos y trapenses, pero que hoy, para nuestra sorpresa, no le causa el menor desvelo. «Hasta tal punto eso es así -dice a la puerta de la fragua, en su herrería, patrimonio terrenal de los monjes de Yuste junto a los talleres de fundición y restauración de orfebrería- que todos los días estoy como que no duerme ni reposa el guardián de Israel, vigilante y atento, de día y de noche, así como suena, y a los pies del Sagrario, que es mi fuente de alimentación humana y espiritual. No me inquieta nada más que amar a cada uno por encima de todo, tratar de comprenderles y que por ese amor pueda llegar a su corazón para darles luz. Y eso que persevere y que no persevere, ni que seamos más ni que seamos menos. Es como que te sitúas en Dios -que esto, apostilla, es muy gordo- y lo hago para tener los sentimientos que tuvo Cristo y que tiene Dios, ver con sus ojos y amar con su corazón. Estoy convencido, hasta el punto de que este pensamiento me causa escalofríos y me hace derramar lágrimas, que el día que yo sea mejor, que sea santo, que viva íntimamente unido con Dios y para mí la vida sea Cristo, esto arderá por los cuatro costados. Entonces, la gente se sentirá atraída irremisiblemente como pasó con San Francisco o con la madre Teresa. Y en cuanto a la Iglesia, los mismo: El día que desde el Papa hasta el último estemos transidos y transfigurados de Jesucristo, la Iglesia florecerá, atrairá e irradiará la fuerza irresistible de Dios. Y el día que todos seamos un solo corazón y una sola alma, con un mismo pensar y sentir, y por nuestras venas corra el amor, los huesos se entrechocarán para decir que Dios es de verdad y haremos una fiesta y será un arte y una belleza. Y será como volver a los orígenes del paraíso antes de pecar. A eso dedicamos nuestra vida contemplativa. Somos pocos, sí, pero fuertes. Ese complejo quedó muy atrás».

Tan atrás, que hoy cuando los de la Sociedad para la Conservación de los Murciélagos se han presentado en Yuste para advertir de su vigilancia ante cualquier obra que pueda dañar a la colonia de quirópteros que se aferra a estos muros, el prior ha repetido: «Para especie en extinción, nosotros».

Hemos llegado a Yuste una mañana de primavera soleada creyendo que era temprano y el abad, después de mil tareas que agota sólo el recordarlas, nos dice, cuando para cualquier humano sería momento de caer extenuado, que también limpia las habitaciones de Carlos V -la comunidad jerónima ha sido el más eficaz garante de supervivencia de este lugar-, lo que hace junto a uno de los kenianos, y que en medio del recogimiento -los monjes siempre están en silencio salvo tres horas de recreo a la semana- él siente la presencia del emperador. «Percibo -explica- la tensión de esa última batalla, la que fue más trascendente para él, pertrechado no de legiones, sino de los hombres más santos y virtuosos y los mejores artistas, para vencer en su deseo de morir en paz de cara a Dios. Traía muchos pesares y había sido muy mujeriego, como Felipe II, pero yo lo disculpo porque la vida de un hombre así da para mucho, para aciertos y errores, caídas y levantadas».